Thursday, November 10, 2011

"Lo que más quiero" de Delfina Castagnino

Lo que más quiero. Dirección y guión de Delfina Castagnino. Con Pilar Gamboa, María Villar, Esteban Lamothe. Argentina, 2010.

Lo que más quiero es una película que corre el riesgo de pasar un tanto desapercibida no por sus eventuales defectos sino por sus virtudes. Estas virtudes son, entre otras, la sutileza de tono, el rechazo absoluto a narrar en exceso o a exagerar el dramatismo, el humor sereno, los ritmos pausados y, en una palabra, la confianza en que el espectador completará los sentidos implícitos de la historia.

SINOPSIS
La sinopsis es sencilla (siguen spoilers): una amiga innominada va a visitar a otra amiga igualmente innominada a la Patagonia. Las dos, a su modo, perdieron algo (¿lo que más querían?): la porteña a su novio, la lugareña a su padre. La primera lo ha perdido de un modo metafórico, lo cual, claro, vuelve su situación más banal y a su modo más dolorosa: ella y su compañero decidieron tomarse una distancia después de una relación de varios años. La distancia se vuelve literal cuando la chica viaja a la Patagonia, y también cuando se resiste a volver a Buenos Aires. El conflicto de su amiga, en cambio, es menos visible y también menos resoluble, ya que no sabe qué hacer con la situación en que queda, con su padre recientemente fallecido. Las dos conviven por cierto tiempo, van juntas a fiestas, hablan de varios temas, y sobre el final tienen el primer enfrentamiento, que antes estaba contenido. Todo termina en una tibia reconciliación, sin embargo, y no es muy claro qué pasará después.

CONFLICTO
El conflicto central de la película es la incomunicación entre las amigas: cómo la recién llegada, dispuesta a encarar una vida nueva, al menos mientras le dure las vacaciones, no encuentra el modo de escuchar a su amiga, mientras ésta tampoco logra expresar del todo (salvo para el espectador más o menos atento) lo que realmente le pasa. Esta incomunicación puede tomarse como hilo para unir las poquísimas tomas –unas veinticinco en total– que componen la película. La primera, como en todo buen arte, se refleja y repercute en todas las demás, y por eso basta como ejemplo. Las dos amigas, de espaldas a la cámara, miran un monumental paisaje lacustre, y hablan de temas de poco relieve. Por ejemplo, de un curso que te enseña a respirar, y con eso te permite bajar el stress. Enseguida, la de Buenos Aires le dice a la otra que tiene una noticia bomba: el novio de una amiga común acaba de dejar a su pareja porque tiene un amante, varón. Para revelar la noticia, se pone de perfil, de modo que el espectador por primera vez le ve media cara, mientras que la amiga se queja de que le haya aplaudido en la oreja. El modo de presentar la “noticia”, en un ambiente de tanta paz, hace sobresaltar al que lo escucha, y también al lector. Lo central es que el contexto de tranquilidad, que la película ya no abandonará, queda perfectamente bien delimitado desde los primeros segundos. Ninguna casualidad que miren, como el espectador, un paisaje natural majestuoso. Tampoco que le den la espalda a ese mismo espectador, y hablen pausadamente de temas menores. Mucho menos que entre esos temas la porteña mencione la buena “respiración”, que aprendió en un curso para bajar el stress. Tampoco que, en una relación amistosa de este tipo, mencionen tan al pasar la homosexualidad, recurrente, incluso en la medida en que se la calla, en toda la película (y sobre todo en la escena en que se las muestra dormir, ya de día, no muy cerca una de la otra y bastante vestidas, en la misma cama). Y aquí está uno de los aciertos: lo principal muchas veces ocurre fuera de cámara, y está sugerido en un gesto o una palabra. Como los niveles repercuten unos en otros, la armonía se genera de otro modo, mucho más subterráneo y efectivo.

SOLOS DE LAS PROTAGONISTAS
La película se centra en las dos amigas, pero llegado un punto cada una de ellas tiene un largo solo donde se la caracteriza desde otra perspectiva. En el de la porteña aparece un diálogo que tiene algo del humor de Kafka, es decir del humor más efectivo que existe. Los protagonistas, aquí, son ella y un chico que conoció poco antes. Lo increíble es que, aunque el chico mete la pata de todas las maneras imaginables, el diálogo crece y crece, porque obviamente los dos están interesados en que continúe y entonces su contenido concreto prácticamente da lo mismo. Esa incomprensión por el lado del contenido concreto, mientras que la comunicación fluye perfecto por otras vías, le da al diálogo un dinamismo que parecería no tener si uno sólo se fijara en las palabras. Un intercambio, sobre todo, confirma esta sensación. El chico le pregunta a la porteña si su novio tuvo algún pequeño papel en la tele con algún famoso.
–¿Y con algún famoso, hizo un bolo? –pregunta el chico, que es un tanto snob, pero no tanto por esnobismo como por ingenuidad.
–A ver, adiviná. Si adivinás, me muero.
El lector se imagina qué famoso más o menos popular en el momento podrá decir el chico, y cuál podrá ser el famoso real. Pero el chico, contra cualquier expectativa razonable, dice:
–Raúl Taibo.
¿A quién diablos se le iba a ocurrir justo ese tipo? Pero en el máximo de su buen oficio, la película confirma que, en efecto, el famoso era Raúl Taibo. No trata de justificar el misterio, ni siquiera de explicarlo: está ahí, entre los dos, como la otra corriente subterránea que los hacía seguir charlando pese a lo catastrófico de la charla. De paso, por si quedaba alguna duda, prueba que a la peli no la anima ningún intento (fallido) de naturalismo, sino otra propuesta estética que tiene más que ver con otros géneros. (Lo único que sí recuerda al naturalismo fallido, pero que probablemente deba ser entendido como humorada, es el diálogo entre la lugareña y uno de los ex empleados de su padre, que dice “Si te aceptaría [sic] el dinero”, o “espero que esteas [sic] tomando la decisión correcta”, giros que suenan un poco postizos y que no se condicen con su habla general.) Por eso los críticos que observan que el chico parece un "tonto de pueblo" parecen estar olvidando el marco de lectura que la película misma impone. No se trata de ningún "tipo" (tonto de pueblo o cualquier otro), sino de un "modo" (una comunicación tan sólida por otros motivos que puede prescindir de los pequeños aciertos vulgares que logran, en la vida cotidiana, que la comunicación prospere).

El solo de la lugareña, por su parte, corresponde a la liquidación de los sueldos de los ex empleados de su padre muerto, a quienes, básicamente, va a despedir, porque no desea continuar con el astillero. Les completa el pago de un mes, y les paga un mes más. Nadie se queja, todo lo contrario. La conflictividad que la situación hubiera pedido a gritos en otra película aquí no tiene lugar, y está bien que así sea. Uno de los señores se niega a aceptar el dinero, y habla maravillas del padre. Por primera vez, la chica llora sin dejar de mirar a la otra persona.

Es algo que nunca pudo hacer con la porteña que, pese a ser su amiga, y quizá su “gran” amiga, es menos sensible que un cascote al sufrimiento de la otra. Esto es visible desde casi el principio. En la primera escena en la cabaña de la lugareña, por ejemplo, la amiga le pregunta si extraña a su padre.
–Sí, mucho –dice la dueña de casa.
La otra, que estaba jugueteando con una perra, no sólo no continúa con el tema sensible que acaba de sacar a colación, sino que ni siquiera guarda silencio, y a los pocos segundos dice:
–Bastante trola, tu perra. Mirá, está relajada… Y si le hacés así, mirá…
Y enseguida, haciendo un puente de ideas extraordinario para analizar en detalle, algo que de todos modos no se intentará en esta reseña, le viene a la cabeza el chico con el que su amiga sale (¡después de haber mencionado lo trola que era la perra!):
–Y este Martín, ¡muy bien!
O sea, cuando la otra le dice que extraña a su padre, ella responde que la perra es muy trola, e ipso facto se vuelve hacia el novio ocasional de la otra. No puede profundizar en el tema, pero no del todo por egoísmo. Ni siquiera lo ve. Quizá como lo cuento acá parece brutal o estereotípico, pero en la película casi pasa desapercibido, y no tiene nada de exagerado. Al contrario, la amiga porteña parece simpática, inteligente, agradable, y mejor amiga que la otra, que casi en cada escena le gruñe, por distintos motivos superficiales (si bien el motivo central es siempre el mismo: que con ella no puede hablar para nada de lo que realmente le aflige).
En el medio, la porteña empieza a salir, al menos a medias, con el chico que había adivinado el nombre de Raúl Taibo, si bien esta relación se ve desde muy lejos, como del otro lado de un vidrio. (Hay una escena en que, efectivamente, la lugareña los mira del otro lado de un vidrio, con cara de pocos amigos.) El modo en que la relación de la porteña y el chico empieza también es representativo: no se dieron un beso esa misma noche en la que hablaron, como hubiera sido previsible, sino después de saltar a un lago desde una roca alta, cuando nadie se esperaba el beso (salvo por la tensión acumulada en la escena anterior), algo que es un acierto por manejar a la perfección los silencios y las elipsis, y por sorprender legítimamente al espectador.

ENFRENTAMIENTO FINAL
La película se resuelve con un primer enfrentamiento franco entre las amigas, si bien, como es habitual, las causas reales quedan sumergidas, del mismo modo que en las guerras-proxy (si se las puede llamar así) los contendientes principales no sabían del todo, o no explicitaban, que eran representantes o satélites de otras potencias mayores y ocultas. Por primera vez, la porteña responde frente a la indiferencia agresiva de la lugareña. Se pelean un poco. La porteña, igual, no está dispuesta a llegar muy lejos. La amiga tampoco: claramente no le importaría demasiado que la otra se fuera (de hecho nunca responde a las insinuaciones de su amiga sobre la posibilidad de quedarse un largo tiempo), pero tampoco lo busca. Finalmente, se pegan en broma unos golpes, la porteña se cae, terminan riéndose. ¿Pero qué clase de risa es? La porteña se trae una cerveza sólo para ella; la otra se queja. “No te voy a traer, mirá cómo me trataste”, dice aproximadamente la porteña. Incluso en el momento que en una peli típica hubiera sido de redención, aparecen operando otras fuerzas más densas. Y ahí, aproximadamente, se acaba la película. Por su humor y su tacto narrativo, debería estar en las videotecas de todos los cinéfilos. Ojalá Internet favorezca su difusión, porque se la merece totalmente.
Para terminar, una nota de color. En los agradecimientos de la película, se dice: “A mis amigas y compañeros”. O sea: compañeros en una generalidad mixta, pero amigas, en cambio, sólo amigas…

Wednesday, September 14, 2011

Claudia Piñeiro: Las viudas de los jueves

Éste es un libro que habría que leer mil veces para entender su situación, no tanto la del libro como la de su éxito, que se debe a una explotación más que adecuada de la coyuntura. Entre los elementos que desde este punto de vista son un gran acierto, pueden destacarse: 1. El libro se ocupa de un espacio social específico, típico de un lugar y un momento, como los countries; 2. Su protagonista son personas de clases media alta, decadente, muy reconocible para el público que lee novelas; 3. Su estilo es fácil y relativamente ameno, como el de un periodista con oficio; 4. Su apariencia de policial mantiene la intriga.

ESTRUCTURA
La estructura del libro, de tan obvia, corre el riesgo de pasar inadvertida. La novela, formalmente, puede ser llamada coral. Hay una narradora, María Virginia Guevara, que hace acto de presencia desde el primer capítulo, y alguna otra narradora innominada, que aparece desde el segundo. Luego se intercalan sin orden discernible, mientras algunas escenas, si bien quizá tengan una primera persona subyacente, parecen en tercera persona, con algún uso del discurso indirecto libre. Los capítulos son de dos formas básicas. La primera es la del típico capítulo de novela-río: se empieza a narrar una historia, en un ambiente y época determinado, y la historia se continúa. El primer capítulo se encuadra bajo esta forma. También el segundo, que lo completa desde otra perspectiva y deja planteado, desde el inicio, las enigmáticas muertes de tres hombres del country. Con el capítulo 3, empieza otra novela: “Altos de la Cascada es el barrio donde vivimos. Todos nosotros”. Allí, se narra desde una perspectiva más general. Los capítulos 4-9 abordan la historia de los residentes. Todos ellos pertenecen, laxamente, al género novela-río.
El primer capítulo que claramente participa de la segunda forma es el décimo. Es un capítulo temático, de tiempo semi-detenido. Explica el funcionamiento de la “plaza de juegos” del country. El cap. 12 se ocupa del golf, y da algunas historias sobre personajes que el lector ya conoce. El 13 sobre el colegio al que van los chicos del country, el 14 sobre el campeonato de burako (matizado por la historia de una mujer engañada y resignada), el 15 sobre una barriada pobre satélite del country, etcétera. El mecanismo es monótono y algo empobrecedor, por ser tan manifiesto. La “coralidad” de la novela, por otra parte, se reduce a que hay un par de perspectivas, no tan divergentes en el fondo. Todos los personajes, incluso los narradores, hablan exactamente del mismo modo, algo que, en esta época donde cualquier novelista subalterno distingue las hablas de los personajes según su grado de educación, clase social, o proveniencia geográfica, no deja de ser una sofisticación, que algunos podrán considerar incluso vanguardista: la gris monotonía del estilo, independientemente de quién tenga la palabra. En la contratapa, alguno de los jurados que premió la novela observa que la novela está “escrita en un lenguaje perfectamente adecuado al tema”. Tal “logro”, desde Joyce por lo menos, pero también desde La Celestina, debería asombrar a pocos. Por otra parte, la adecuación entre el supuesto “tema” y el supuesto “tono” nunca puede ser directa, como un reflejo. Un problema parecido también aquejaba a los intérpretes de Platón. Se trata de la “autopredicación de las formas”. La forma de lo Hermoso, ¿es hermoso? Sin duda. La forma de lo Feo, si existe, ¿es fea? La forma de la Basura, ¿es basura? ¿La forma de lo estúpido necesariamente tiene que ser estúpida? ¿Y si un autor habla sobre la estupidez, es forzoso que lo haga estúpidamente? En ese caso, Musil, por ejemplo, habría fracasado, porque su estudio de la estupidez es irónico, si bien la estupidez, obviamente, permea, pero no como fuerza dominante (más allá de que, como tema, sí pueda ser dominante aquí y allá). Las dimensiones de cualquier relato se corresponden entre sí, obviamente, y no puede ser de otra manera, pero no porque la escritura corra la coneja o imite al contenido.

Lo “adecuado del estilo” puede apreciarse por doquier. En página 253, por ejemplo, se dice que Ramona/Romina “se quiere quedar a mirarlo; le gusta Willy, todavía piensa en él a pesar de lo que le hizo. Transó con Natalia Berardi mientras salía con ella.” La brutalidad de la anécdota rasante se corresponde palmo a palmo con el “transar”, y al mismo tiempo este acierto lo parece menos que el de algunos otros escritores, que prefieren usar distintos registros sin imitar “lo natural” de un modo previsible.

LO PREVISIBLE / SOBRENARRACIÓN
Éste es otro de los momentos en que el “lenguaje es perfectamente adecuado al tema”. Un ejemplo menor es el del capítulo sobre la Navidad. La hermanita va a buscar al hermano, que se ha demorado en bajar a la mesa, y al entrar al cuarto percibe un olor extraño. Pregunta qué es, el hermano dice que nada y abre la ventana para airear el cuarto. Después, la misma hermanita le dice que el empleado disfrazado de Papá Noel tenía el mismo olor. Hasta el lector más dormido piensa en la opción obvia, marihuana, y se pregunta qué truco encontrará la autora para sorprenderlo con algo inesperado. O callará, dejando que el lector haga volar su imaginación. Pero no. El hermano saca, ante los ojos atónitos del lector, ni más ni menos que un porro. De ese modo la autora genera expectativas evidentes en el lector, y las satisface de un modo no menos evidente.

PERSONAJES
Lo mismo pasa con los personajes (sigue una multitud de spoilers). Hay una alcohólica al que marido la engaña. Una serie de vecinos que discriminan, no sólo a los pobres, como en esta novela hace todo el mundo, sino también a gente de otras religiones. Hay un marido golpeador, con una esposa resignada. Hay infinidad de desempleados generados por la década menemista. Hay alguna pintora amateur, que es plagiaria y a la vez algo resentida. Hay un matrimonio mayor que querría hacer parejas swinger. Hay un marido que se va con la secretaria de su socio. Hay mujeres ociosas que odian a su hija adoptada, porque no se adapta del todo. Hay un falso abogado, millonario, que ni siquiera terminó el secundario. Todos los personajes son típicos, o tipos, genéricos, casi sin ninguna característica que los vuelva un poco individuales. En este sentido, la novela podría ser calificada de platónica. Y nuevamente, para este tipo de narración, el lenguaje es, sin la menor escatimación, “perfectamente adecuado”.

LA TRAMA POLICIAL / EL FINAL DE LA NOVELA
Aquí se hace visible la mayor astucia de la autora, ante la cual cualquier escritor con algo de sentido común debería sacarse el sombrero. La pátina policial es delgadísima y no puede haber costado ningún esfuerzo. Nótese la simetría, explotada hasta el hartazgo en otras obras, de una estructura en anillo: de los 48 capítulos de la novela, solamente los dos primeros y los seis últimos tienen algo que ver con las muertes. Los demás, las “explican” muy vagamente, del mismo modo que una descripción de doscientas páginas, y muy en general, de un régimen opresivo, podría “explicar” el suicidio de un chico cualquiera, angustiado por ese régimen. Es más, y aquí podría arriesgarse una hipótesis genética: el grueso de la novela es de “análisis sociológico” à la Balzac, si bien, claro está, de modo mucho menos amplio, y con preferencia en uno solo de los actores, sin indagar tampoco en los movimientos sociales más amplios (que aquí aparecen sólo mencionados), ni en motivaciones personales más oscuras. El nudo, que aparece desde el capítulo tres, es la descripción de un country y los dramas burgueses de algunos ejemplares salientes de su fauna. El crimen, que perfectamente podría ser un agregado tardío, hubiera podido faltar, y los capítulos intermedios, que son casi todos, serían legibles por entero, ya que esos capítulos no tienen nada que ver con el crimen, ni siquiera muestran a los posibles sospechosos. De veras son absolutamente autónomos, y no con esa autonomía como de piezas de un poemario, que angustiaba tanto a Pavese y a Baudelaire no tanto, porque esos poemas, aunque no tengan ninguna continuidad temática, forman una unidad muy fuerte, por mucho que sea de otro orden (que obviamente no se reduce a la persona del autor). Son autónomos porque no se relacionan más que por yuxtaposición: el mismo ambiente, los mismos personajes, una época común. Al mismo tiempo, como novela realista y no de género, ésta hubiera fracasado y ahora nadie estaría hablando de ella. La trama policial fue un subterfugio excelente. De todos modos, si el lector es asiduo de los policiales, y esperaba un enigma, un desarrollo, una tensión creciente, se verá irremediablemente defraudado. También si esperaba deslumbrarse con los pequeños aciertos cotidianos que ofrecen las páginas de muchos otros libros, policiales o no.

El final lo decepcionará más todavía: los tres muertos, en realidad, se han suicidado. Son desempleados, quieren la póliza del seguro de vida para salvar a sus familias de la “miseria”. Y, para cobrarla, todo tiene que pasar por un accidente (si bien el lector, obviamente, pensó que se trataba de un homicidio). ¡Pero hay una vuelta de tuerca! ¡Sonría el amante de Hartley Howard y Sam Spade! La vuelta de tuerca es que dos de los chicos, grandes voyeurs, habían filmado la muerte, y que uno de los señores había querido escapar, mientras que otro se lo impedía. “Entonces lo mató”, observa el padre de uno de los chicos. Se plantean si irán a la policía, etcétera. Vale la pena destacar que el muerto era el más despreciable de todo el country, lo que no es poco decir, un imbécil ansioso que golpeaba a su mujer, y que entonces nadie lamentaba su muerte. En fin, lo mataron, se plantean ir a la policía, pero resulta obvio que eso servirá de poco, ya que el asesino, que además liberó a la tierra de un canalla, está muerto y sepultado. ¿Contra quién van a hacer la denuncia? ¿Qué preclara memoria quieren rescatar? La confusión de esta última escena, cuya necesidad la autora sintió perfectamente (ya que la novela no podía terminarse con un mero y absolutamente previsible “se suicidaron), aparece por todos lados. Su precariedad queda cifrada en esta frase acerca del homicidio: “[el falso abogado, que se ocupa de los intereses de las viudas] lo ocultaría igual que el suicidio, la viuda de un asesino tampoco cobra seguro”. La idea es absurda. Que la emita una persona de diecisiete aumenta la confusión del lector. Más adelante, el chico que trajo la filmación con su amiga le dice al padre, que no sabe qué hacer: “Hay veces en que uno sí o sí tiene que saber. Sabés aunque no quieras. Estás de un lado o de otro. No hay otra. Estás de un lado o de otro.” Muy bien, todo bonito, pero en este caso no se aplica. Cuando se discrimina a judíos todos lo aceptan. Cuando se maltrata al servicio doméstico no pasa nada. Cuando el marido golpea a la mujer está perfecto. Luego un hombre que está muerto, y que en vida no fue mal tipo, mata a un miserable, y se es un héroe por denunciarlo. Por supuesto, como recién dije, había una necesidad estructurar de terminar el relato con cierta vuelta de tuerca. Cualquiera. En fin, casi cualquiera. Esta vuelta de tuerca es tan previsible como el triple suicidio aparente. También en esto, como decía el jurado, la forma de la novela, igual que su lenguaje, es “perfectamente adecuada al tema”.

Por lo demás, el punto de vista general también es “perfectamente adecuado”: se narra una burbuja social desde adentro, denunciando sus imperfecciones. Es verdad que nadie se salva y, desde la historia, resulta casi impensable que tanta gente pueda ser tan estúpida, sin nada que la salve, salvo en el caso de uno de los personajes adultos (Carla Masotta, que sin embargo hace pasar un cuadro ajeno por propio y no huye de su marido golpeador), y varios de los más jóvenes. El personal doméstico, en comparación, parece mucho más humano. Puede ser que así también sea en realidad, pero las realidades que todos vemos –y todos sabemos que las únicas verdades son las realidades– tienen muchos más claroscuros, de uno y otro lado. De haber sido por la novela en sí, probablemente uno no querría leerla. Pero hace falta tenerla en mente para entender las expectativas de un sector amplio de los lectores en castellano. Esta novela ya no puede soslayarse y, al menos por algunos años, seguirá siendo considerada estándar en su género: policial de clase media alta con abundante descripción social.

Thursday, September 8, 2011

Willem Frederik Hermans: El cuarto oscuro de Damocles

Esta novela tiene la fama de ser la mejor escrita en neerlandés en todos los tiempos, y probablemente lo sea. Suele ponerse a WFH en el “triunvirato” o “tricornio” de tres grandes autores holandeses, pero esa fama es injusta: Gerard Reeve y Harry Mulisch, con todo el respeto que merecen, no sobrevivieron al paso del tiempo del mismo modo que WFH. De todas maneras, inexplicablemente, recién en 2010, con esta novela, fue WFH traducido al castellano. Este milagro tardío debe encararse desde varias perspectivas.

LA TRADUCCIÓN. Entre sus muchas virtudes se cuenta la del estilo, seco, preciso y vigoroso. Bastante de esto se pierde en la traducción, en parte inevitablemente. Una frase concisa y perfecta como De zon scheen droog, toch een mooie dag, que puede traducirse de un modo demasiado literal como “El sol brillaba secamente, sin embargo lindo día” se transforma en “Ahora brillaba el sol, no mucho, pero aun así era agradable” (261), de modo tal que pierde su gracia y su fuerza y se convierte en un mero apéndice decorativo, que podría faltar, más aun, que mejoraría a la novela si faltase; y así, por mantener semánticamente la idea del original, hasta cierto punto, carga a la novela de un lastre novedoso, privándola de la particularidad intensidad de la frase cortada, breve, hilada en modo invisible (es decir, no sintáctico: sin usar las partículas que marquen el seguimiento de las ideas, al mejor estilo Flaubert).
La traductora, que desempeña muy dignamente su labor, sobre todo al principio repone partículas. En la primera página, por ejemplo, se lee: “El maestro fue el primero en reírse, pero, al final, la clase entera se sumó a su risa.” La adversativa “pero” es un obsequio del traductor, que vuelve más claro el sentido (uno de los sentidos) de la frase. El costo es quitarle toda eficacia. Hay que admitir, sin embargo, que a medida que el libro avanza la traductora opta por dejarle al lector la tarea de reponer las conexiones entre las partes de las frases, tal como WFH había hecho. De todos modos, suele agregar palabras, nombres propios (escribe “Henri Osewoudt” donde WFH había preferido el simple Osewoudt) y, más extrañamente, simplifica frases de frío brillo sonoro. Otro ejemplo de la primera página: los raíles de los tranvías, según la traductora, “se van acercando hasta converger”. WFH, sin embargo, abundaba mucho más en esa idea, dejando al mismo tiempo más grabado el espacio físico en la retina del lector –y era un espacio que volvería–: los raíles naar elkaar toe kruipen en over elkaar heen gaan liggen, o sea, “se deslizan el uno sobre el otro y uno sobre el otro quedan en reposo”. La idea, lejanamente, es equivalente. Pero una vez en que WFH usa más palabras de las indispensables para describir una situación, sin duda hay que respetarlo, aunque en la traducción, como en el original, se repitan las palabras o grupos de palabras. Dicho esto, un libro como éste, con toda su aparente sencillez, es dificilísimo de traducir.
LA TRAMA. Atención, en lo que sigue se revelan detalles de la historia. El protagonista del libro es Osewoudt, un hombre joven, rubio, insignificante, lampiño, casado con una prima horrorosamente fea y dueño de una cigarrería, hijo de una mujer que mató a su marido. Se siente enterrado en vida: no estudió, no conoció otras mujeres, no tiene perspectivas de crecimiento profesional. Especialmente, le molesta no haber conocido el heroísmo en tiempos donde era más o menos claro en qué consistiría: oponerse a la ocupación alemana. El grueso de la novela transcurre después de la toma nazi de Holanda, ocurrida en mayo de 1940. (Dicho sea al pasar, la novela abunda en pequeños detalles situados históricamente que resultan en sí atractivos para lectores ajenos a ese mundo: por ejemplo, que las ventanas debían tapiarse por dentro para que de noche no saliera ninguna luz al exterior.) Osewoudt recibe en algún momento un rollo para revelar de parte de alguien que, después se sabrá, es o dice ser miembro de la resistencia holandesa asentada en Inglaterra: un tal Dorbeck, casi tan bajo como Osewoudt y en todos los demás aspectos exactamente igual a él, salvo en que tiene barba. A partir de ahí, con miles de complicaciones intermedias, Osewoudt empieza a trabajar desde las sombras para la resistencia. No titubeará ante nada: asesinar será algo casi cotidiano, así como correr riesgos insensatos. Las mujeres empiezan a encontrarlo atractivo, y él mismo descubre en sí mismo aspectos que antes nunca habría sospechado. Esta efervescencia hiperactiva dura por muchas páginas, más allá de media novela, en la que se suceden aventuras con un tono casi onírico –por lo poco verosímiles que varios de los detalles materiales resultan, por la rapidez con la que se suceden, y por lo poco en serio que los personajes se toman sus destinos y sus vidas–, y luego hay un corte abrupto: Osewoudt es detenido por las autoridades aliadas, que ya están a punto de ganar la guerra, y acusado de colaboracionista. El motivo es claro y preciso: todos los integrantes de la resistencia que se encontraron con él terminaron muertos o detenidos, mientras que él mismo, por algún mecanismo milagroso, siempre terminaba escapando. Se pone el acento en que, si Dorbeck apareciera, su situación quizá se aclararía, pero Dorbeck nunca aparece.
EL MODO DE REPRESENTAR. Varias de las historias que cuenta Osewoudt, por lo demás, resultan ser falsas: sin duda las recordó mal al relatarlas en los interrogatorios. Tal calle por la que se escapó de los nazis, por ejemplo, resulta no existir. La incomodidad más sublime que sufre el lector es evidente: él lo vio huir por esa calle, al leer el relato de esa aventura. ¿Significa eso que Osewoudt no es confiable a ese punto? ¿Y en caso de que no, por qué algo de lo que cuenta será cierto? Ciertos indicios, sin embargo, prueban que no mienten. Pero esa ambigüedad absoluta, esa oscuridad de la trama, es uno de los aciertos más notables de una novela que empieza como un policial negro en germen, o como una novela de aventuras de la resistencia antinazi. La complejidad gnoseológica alcanza esas cimas en gran medida porque nunca se rebaja a analizarse a sí misma. El modo de conocer la realidad, que afecta a Osewoudt mismo y a sus captores (Osewoudt, en algún momento, sin duda reescribe en su cabeza su pasado, y no en la medida natural en que todos lo hacemos, sino llevado a extremos grotescos por las fuerzas de la represión), contamina también a la novela y a su modo de representar la realidad. La fábula no es menos clara e irónica: el hombre que dio su vida por la patria es condenado por traidor a esa misma patria, y no habrá nadie, no ya que lo salve, sino siquiera que le crea su versión de la historia. Porque al final de la novela, ni siquiera el lector le creerá del todo. Y en este modo de desentramar la trama, WFH muestra que, con una escritura atrapante, amena, realista en apariencia, logra sin rastros de artificiosidad algo de lo más central de toda herencia post-kafkeana, como la entendieron Beckett, Gombrowicz, Musil, y no muchos otros. Pero la hazaña de WFH consiste en apropiarse de esta herencia y hacerla funcionar en una obra que, por su forma general, podría hacer creer a varios lectores que se trata de una plácida novela realista del siglo XIX, cuya única “subversión” estaría en el carácter maquiavélico o nietzcheano, según el caso, de varios de sus protagonistas. Pero no se trata de eso: la relación entre el sujeto que vive y en el cual se focaliza la acción, y el objeto narrado, si bien es tersa al principio, se vuelve tormentosa luego. Poco ayuda que la actualidad de lo narrado sea siempre transparente (en la segunda parte, es claro que Osewoudt está preso, que lo interrogan, que se contradice, etcétera). Esta transparencia situacional pone en tela de juicio hasta lo más esencial del pasado. Y si lo pasado es cuestionable de ese modo, lo presente, por mucha transparencia que tenga, está sujeta a las mismas dudas, si no a más. En este punto, el procedimiento es mucho más insidioso, y por ende radical, que él de muchos autores “rebeldes” que ponen de manifiesto, desde la primera oración, su descontento epistemológico frente a los modos tradicionales de la narración. Aquí, por subvertir las reglas desde adentro, se logra un dominio de la realidad general mucho más efectivo, más terrible, más cercano. Por lo demás, en cuanto mímesis de modos de percibir, también el modo en que el libro opera es efectiva, ya que, por falso que sea en el fondo, casi todos creemos en la continuidad de nuestros yoes, en que al menos parte de lo que recordamos es cierto, etcétera. Y ese consenso inicial, parcialmente fraudulento, hace que se acepte el contrato y se caiga en la trampa de un nuevo realismo, violento y brillante. La magia del libro consiste, aparte de en esto, en que es imposible dejar de leerlo. ¿Cuándo fue la última vez que un libro de este espesor conceptual fue tan intrigante? Difícil saberlo. Digamos Dostoievski.

REALPOLITIK. Sembradas en el libro, y coloreando su matriz realista y por entero antirromántica, hay varias frases que le sacan al heroísmo su pátina gloriosa. Hacen falta hombres prácticos, también en la resistencia. ¿De qué me sirve que te dejes quemar el culo con un cigarrillo para no decir nombres?, le pregunta alguien a Osewoudt. Yo necesito alguien que no conozca nombres; si no, aunque te calles, ya no vas a poder sentarte, por tener el culo quemado. El pragmatismo más carnal se mueve en todos lados, también el miedo (a los nombres de Maquiavelo y Nietzsche hay que agregar sin ninguna duda el de Thomas Hobbes), y las “bellas pasiones”, salvo marginalmente, son repelidas. Por eso, quizá, en varias partes la novela se lee como una parodia del típico relato de aventuras, pero una parodia ambigua, nada franca, en la que uno se pregunta incluso, con mal método, aunque quizá sea inevitable ese mal método, por qué lado circula la intencionalidad del autor.
Sobre la intencionalidad, no sabemos nada, salvo que, si WFH quiso escribir una novela fabulosa que abre caminos insondables que no fueron en su momento suficientemente explotados, y que tampoco lo son ahora, lo ha logrado y le ha quedado, aparte, un exceso de poesía en cada página.

Saturday, May 7, 2011

Ian McEwan. Primer amor, últimos ritos

De Mc Ewan es fácil pensar que es incorregible. Leí su Chesil Beach en la segunda mejor situación posible para leer un libro. La mejor de todas, se sabe, es en un largo viaje, idealmente en tren y de noche, recostado en un camastro. La segunda mejor es en una larga espera. La noche de esa novela, yo estaba en el aeropuerto, esperando que saliera uno de los primeros vuelos, que tenía que tomar la chica que venía conmigo, y el vuelo era demasiado temprano como para llegar a tiempo con el primer tren.
Con estos cuentos me pasó prácticamente lo mismo, aunque el conformista sin entusiasmo era, todavía, un joven que intentaba ser revulsivo. El primer cuento es un resumen de lo peor de todo el volumen en su nivel más elevado. (Atención: siguen spoilers.) Los cuentos suelen empezar como cuentos de manual, lo cual no es lo mismo que cuentos clásicos: se anuncian en pocas líneas todos los temas principales, de modo tal que se excite la curiosidad del lector: el narrador ve a Connie llorando en la bañera, mientras él alegremente canta; luego dice “esta historia es sobre Raymond y no sobre la virginidad, el coito, el incesto y la masturbación”. Dicho sea de paso, el lector que suponga que Connie es la hermana habrá acertado. Sobre estas líneas se desarrolla el cuento. ¿Humor negro? Sin duda, pero nunca demasiado efectivo. Cuando el narrador se burla de los trabajadores, mientras él por robar libros gana mucho más, se huele cierta mala conciencia. Le falta ferocidad o convicción para ser revulsivo. Más bien parece un chico que tira piedras y después se esconde, no un incendiario verdadero, mucho menos un rebelde y ni siquiera un anarquista. Si los pequeñito burgueses existen, también hay ladroncitos pequeñito burgueses, y el narrador es uno, pero ni siquiera genera ternura o interés, porque su autodesconocimiento (o como se llame lo contrario de la autoconciencia) es demasiado grande. Su mínima revulsión es presentada como desenfrenada. Después se acuesta con su hermanita de diez años. Qué terrible. Éste era “Fabricación casera”. La pedofilia y, en general, los apetitos sexuales “anormales”, aparecen en muchos otros cuentos, pero nunca llegan demasiado lejos ni nunca, tampoco, aparecen con alguna profundidad nueva. Baste mencionar el cuento en el que un chico ocioso va de paseo con una nena, la obliga a tocarle el miembro y, después de acabar, la mata (“Mariposas”). Más en general, McEwan siente la necesidad de arruinar historias a su modo fuertes (la chica solitaria que se convierte de facto en madre de un bebé cuya madre biológica la descuida, y al mismo tiempo se encariña de un modo muy cercano con el narrador) con un hecho de violencia o muerte (la chica solitaria y el bebé mueren ahogados en un accidente estúpido; “El último día del verano”). Estos cuentos, en general, dejan una idea de superficialidad y descuido, y hacen al lector imaginarse un autor que posa de adolescente terrible cuando no hace más que rascarse las piernas mirando películas eróticas.
Los dos últimos cuentos son algo por entero distinto. Sobre todo el último, del que toma su nombre la colección, es una pequeña maravilla, y casi parece imposible que la misma persona sea responsable de los cuentos anteriores y al mismo tiempo de éste. El cuento abre con una parejita de adolescentes haciendo el amor sobre un colchón en una mesa frente a una ventana, en un pueblo con río. Los chicos no tienen demasiadas inquietudes o apremios, viven con casi nada, reciben pocas visitas, pero su cotidianidad, sencilla y a la vez excepcional, tiene una calidad que pocas veces se ve en la literatura. El narrador piensa en el aspecto sagrado del sexo, en la posibilidad terrible de formar una criatura en el vientre de la chica. La idea lo obsesiona, aunque no quiera ser padre. La descripción del sexo mientras ella está indispuesta, aunque a priori podría parecer de mal gusto, está perfectamente lograda. De hecho, cada pequeña escena es un reflejo en miniatura, o un modelo, de todas las demás y de la historia completa. Al mismo tiempo, el chico se embarca en un pequeño negocio con el padre de ella, con el plan de pescar anguilas. En la casa, por lo demás, hay una gran rata, que habrá que suprimir en algún momento. En el modo en que se entrelazan las pequeñas historias, aparece todo un mundo. La historia termina con una imagen de la redención que simplemente funciona. Como todo autor profundamente norteamericano, McEwan entiende a la perfección todo lo que la redención puede lograr. Y la redención en ambientes algo sórdidos es aun más conmovedora. En este cuento, en vez de burlarse fácilmente de los infelices, como cualquier mediocre de cualquier esquina, McEwan se compromete con la situación y logra una serie de momentos de rara belleza. ¿Cómo lo hace? ¿Cómo alguien capaz de escribir cosas que no merecen ningún respeto logra de vez en cuando una perla como ésta? Éste será uno de los grandes misterios de la literatura, junto con el entusiasmo que despierta U. Eco y P. Auster – otros dos formidables norteamericanos.