Saturday, May 7, 2011

Ian McEwan. Primer amor, últimos ritos

De Mc Ewan es fácil pensar que es incorregible. Leí su Chesil Beach en la segunda mejor situación posible para leer un libro. La mejor de todas, se sabe, es en un largo viaje, idealmente en tren y de noche, recostado en un camastro. La segunda mejor es en una larga espera. La noche de esa novela, yo estaba en el aeropuerto, esperando que saliera uno de los primeros vuelos, que tenía que tomar la chica que venía conmigo, y el vuelo era demasiado temprano como para llegar a tiempo con el primer tren.
Con estos cuentos me pasó prácticamente lo mismo, aunque el conformista sin entusiasmo era, todavía, un joven que intentaba ser revulsivo. El primer cuento es un resumen de lo peor de todo el volumen en su nivel más elevado. (Atención: siguen spoilers.) Los cuentos suelen empezar como cuentos de manual, lo cual no es lo mismo que cuentos clásicos: se anuncian en pocas líneas todos los temas principales, de modo tal que se excite la curiosidad del lector: el narrador ve a Connie llorando en la bañera, mientras él alegremente canta; luego dice “esta historia es sobre Raymond y no sobre la virginidad, el coito, el incesto y la masturbación”. Dicho sea de paso, el lector que suponga que Connie es la hermana habrá acertado. Sobre estas líneas se desarrolla el cuento. ¿Humor negro? Sin duda, pero nunca demasiado efectivo. Cuando el narrador se burla de los trabajadores, mientras él por robar libros gana mucho más, se huele cierta mala conciencia. Le falta ferocidad o convicción para ser revulsivo. Más bien parece un chico que tira piedras y después se esconde, no un incendiario verdadero, mucho menos un rebelde y ni siquiera un anarquista. Si los pequeñito burgueses existen, también hay ladroncitos pequeñito burgueses, y el narrador es uno, pero ni siquiera genera ternura o interés, porque su autodesconocimiento (o como se llame lo contrario de la autoconciencia) es demasiado grande. Su mínima revulsión es presentada como desenfrenada. Después se acuesta con su hermanita de diez años. Qué terrible. Éste era “Fabricación casera”. La pedofilia y, en general, los apetitos sexuales “anormales”, aparecen en muchos otros cuentos, pero nunca llegan demasiado lejos ni nunca, tampoco, aparecen con alguna profundidad nueva. Baste mencionar el cuento en el que un chico ocioso va de paseo con una nena, la obliga a tocarle el miembro y, después de acabar, la mata (“Mariposas”). Más en general, McEwan siente la necesidad de arruinar historias a su modo fuertes (la chica solitaria que se convierte de facto en madre de un bebé cuya madre biológica la descuida, y al mismo tiempo se encariña de un modo muy cercano con el narrador) con un hecho de violencia o muerte (la chica solitaria y el bebé mueren ahogados en un accidente estúpido; “El último día del verano”). Estos cuentos, en general, dejan una idea de superficialidad y descuido, y hacen al lector imaginarse un autor que posa de adolescente terrible cuando no hace más que rascarse las piernas mirando películas eróticas.
Los dos últimos cuentos son algo por entero distinto. Sobre todo el último, del que toma su nombre la colección, es una pequeña maravilla, y casi parece imposible que la misma persona sea responsable de los cuentos anteriores y al mismo tiempo de éste. El cuento abre con una parejita de adolescentes haciendo el amor sobre un colchón en una mesa frente a una ventana, en un pueblo con río. Los chicos no tienen demasiadas inquietudes o apremios, viven con casi nada, reciben pocas visitas, pero su cotidianidad, sencilla y a la vez excepcional, tiene una calidad que pocas veces se ve en la literatura. El narrador piensa en el aspecto sagrado del sexo, en la posibilidad terrible de formar una criatura en el vientre de la chica. La idea lo obsesiona, aunque no quiera ser padre. La descripción del sexo mientras ella está indispuesta, aunque a priori podría parecer de mal gusto, está perfectamente lograda. De hecho, cada pequeña escena es un reflejo en miniatura, o un modelo, de todas las demás y de la historia completa. Al mismo tiempo, el chico se embarca en un pequeño negocio con el padre de ella, con el plan de pescar anguilas. En la casa, por lo demás, hay una gran rata, que habrá que suprimir en algún momento. En el modo en que se entrelazan las pequeñas historias, aparece todo un mundo. La historia termina con una imagen de la redención que simplemente funciona. Como todo autor profundamente norteamericano, McEwan entiende a la perfección todo lo que la redención puede lograr. Y la redención en ambientes algo sórdidos es aun más conmovedora. En este cuento, en vez de burlarse fácilmente de los infelices, como cualquier mediocre de cualquier esquina, McEwan se compromete con la situación y logra una serie de momentos de rara belleza. ¿Cómo lo hace? ¿Cómo alguien capaz de escribir cosas que no merecen ningún respeto logra de vez en cuando una perla como ésta? Éste será uno de los grandes misterios de la literatura, junto con el entusiasmo que despierta U. Eco y P. Auster – otros dos formidables norteamericanos.